La mañana del 1 de enero tiene su propio ritual en México. Después de la cena larga, el brindis repetido y el recalentado interminable, el cuerpo pide pausa, sal y caldo. Ahí aparece la pancita de res: un plato profundo, fragante y poderoso que no busca elegancia, sino equilibrio. Es desayuno, es remedio y es tradición.
Más que un simple antojo, la pancita forma parte del cierre real de las fiestas decembrinas. Se cocina con tiempo, paciencia y respeto por el ingrediente. El hervor lento transforma la tripa en una textura suave, mientras el caldo concentra chile, especias y ese sabor profundo que solo se logra después de horas frente a la olla. No es comida rápida: es comida que cuida.
Por eso, cada 1 de enero, la pancita no solo alimenta, también ordena. Reúne a la familia temprano, se acompaña con pan, tortillas o bolillo, y se sirve humeante, como si dijera: aquí seguimos. Esta receta respeta la versión clásica, pensada para compartir y para cerrar el ciclo festivo con algo tan honesto como un buen caldo.

