Antes de llegar a la India, Lara Delutis tuvo la intención de cancelar su viaje. Sus padres tenían miedo y, de alguna manera, ella también lo tenía, en definitiva, los cuentos de la India, esos que van más allá de los retiros espirituales y el yoga, no pintaban un cuadro alentador para la joven mujer oriunda de la Argentina. Sin embargo, tras un tiempo de parálisis, tomó coraje y emprendió la travesía hacia ese destino con el que soñaba hacía años: Lara, miembro de la ONG Sambhali Trust, deseaba fervientemente aportar su `granito de arena´ para transformar ese rincón del mundo en un lugar un poquito mejor.
Se instaló en la casa de invitados de la organización, un lugar llamado Durag Niwas que huele siempre a sahumerio, tiene una pequeña fuente con agua corriendo por las noches y música tradicional que suena de fondo. Le otorgaron una habitación compartida con dos italianas y una francesa y, durante los primeros treinta días el enamoramiento fue completo: todo le pareció mágico e iba sonriendo por la vida sin hacerle caso al ruido de los tuk-tuks, o la comida picante en extremo. Lara había llegado con tanto miedo, que sus bajas expectativas le jugaron a su favor: la realidad había superado a la imaginación con creces. Pero, tras aquel primer mes rosa, el velo cayó y provocó en ella un impacto duro.
“Empecé a ver la otra cara: el machismo, la desigualdad, la contaminación, la violencia y la pobreza. La India real no es solo caos ni solo espiritualidad, es un país que vive entre esos dos polos”, revela. “Me di cuenta de que, aunque el sistema de castas está prohibido por ley, sigue muy presente en la sociedad. Sobre todo, se sigue creyendo en los `intocables´ o `dalits´, y sigue habiendo violencia y discriminación hacia ellos”.
“Una amiga pertenece a la clase Dalit, y se enamoró de un chico de una casta superior. El padre de su novio amenazó con quitarse la vida si su hijo no terminaba la relación. Ella ya se había escapado de la casa a los 13 años y pidió refugio en Sambhali, porque su familia le había prohibido ir a la escuela, ya que como toda buena señorita, debía prepararse para su matrimonio. Hoy en día tiene 30 años y dos títulos, que obtuvo gracias al apoyo de Sambhali, y es un orgullo para su familia aunque no esté casada”.
Lara creció en Carmen de Areco, provincia de Buenos Aires. Su vocación por ayudar nació a los 14 años cuando se unió al Club Rotary de su pueblo, donde los sábados daba una mano en un comedor infantil desde el apoyo escolar. Aún siendo una adolescente, la joven entendió que el mundo entero necesitaba ayuda, fue así que a los 17 años, con el programa de intercambios del mismo club, se postuló por primera vez para irse un año a la India, pero unos meses antes de partir, sus padres, asustados, le pidieron a la organización que cambie de destino. Fue así que Lara aterrizó en el polo opuesto: Suiza, donde cursó el último año de la secundaria y aprendió alemán.
Al regresar estudió Comunicación Publicitaria e Institucional, allí se dio cuenta de que a través de la comunicación podía ayudar a visibilizar diversas realidades. Durante sus años de estudiante realizó voluntariados en distintos barrios de emergencia; y en los días de Lollapalooza, por otro lado, se ocupó de concientizar a la gente sobre el reciclado.
Luego se involucró en una ONG que se enfoca en la seguridad vial y movilidad sostenible, pero Lara pronto comprendió que aquel no era su camino: “Buscaba una experiencia conectada con mi empatía hacia las mujeres que no pueden vivir en libertad o que sufren de violencia”, cuenta Lara, quien en esa exploración se unió a la Liga Internacional de las Mujeres por la Paz y la Libertad (WILPF) a distancia. “Pero necesitaba una experiencia inmersiva, conocer otras realidades. Creo que es importante para ayudar, poder sentir y ver lo que viven esas personas, fue allí que descubrí Sambhali Trust. Mandé un mail a la organización ofreciendo mi ayuda y me respondieron a las pocas horas”, continúa Lara al rememorar su segundo intento de llegar a la India.
Antes de la India, Lara no solo había vivido un año en Suiza, sino que había pasado largos periodos en Italia, Australia y Francia, lo que le permitió conocer personas muy distintas y dominar varios idiomas: inglés, italiano, alemán y francés. Con un deseo profundo de eliminar las barreras de comunicación y conectar con las personas en su lengua natal, la joven decidió sumar dos nuevos idiomas, el hindi y el japonés.
Lara aceptó el voluntariado en Jodhpur, convencida de que las experiencias pasadas en el exterior la habían fortalecido. En el camino, había recibido ayuda en situaciones duras, como aquella vez en Italia cuando se quedó sin dinero y logró comer gracias a una ONG.
Sin embargo, al igual que en su adolescencia cuando canceló su plan de vivir en la India, los miedos regresaron. Al momento de la segunda postulación, Lara vivía en París, tenía un trabajo remoto y lo que parecía la vida perfecta: “Pero por dentro estaba quemada. Mi trabajo no me gustaba y sentía que lo que hacía no me estaba llevando a ningún lado. No le encontraba sentido a trabajar por un sueldo solo para poder permitirme una cena los fines de semana”, confiesa.
“Mucha gente viene a la India a hacer retiros espirituales, pero yo sentí que iba a encontrar una experiencia espiritual conectando con las personas. No me equivoqué. La India es más que el yoga y la foto en el Taj Mahal. Mi familia y todo mi entorno me decían que estaba loca. Mi papá me llamó un día antes para pedirme por favor que no viaje. Tenían muchos prejuicios sobre la inseguridad, la comida y los olores y la verdad, al haber elegido una zona tan cerca de la frontera con Pakistán, tan tradicional y en el desierto, admito que podía ser peligroso. Me transmitieron tanto miedo, que la noche anterior llamé a la aerolínea para posponer el vuelo. Pero al final decidí jugármela”, continúa Lara, quien finalmente en octubre de 2025 aterrizó en Jodhpur sin pasaje de vuelta.
Apenas llegó, Lara comprendió que la ropa que tenía no le servía y que haría mejor su trabajo con vestimenta tradicional local, ya que en aquella zona está mal visto mostrar partes del cuerpo. Lo pudo ver en una mujer con quien pronto estableció una relación estrecha, obligada a usar pañuelo y cubrirse el pecho todo el tiempo dentro de su casa, y en las esposas, forzadas a cubrir la cara en presencia de hombres mayores a su marido.
Para resolver el problema de la ropa, condujeron a Lara al Atelier de Sambhali, donde algunas mujeres recibidas de los centros de aprendizaje tienen un trabajo y confeccionan prendas cuya etiqueta tiene la cara e historia de la mujer que la produjo.
“Sambhali Trust, combate la desigualdad de género, social, religiosa y económica, con doce centros en tres ciudades del desierto. Más de setenta mujeres y niños pasan cada día por cada centro donde se enseña lectura, matemáticas, inglés, defensa personal, computación, costura y bordado, y también por módulos sobre higiene e independencia económica. Al graduarse, reciben una máquina de coser que les permite ganar dinero con la ropa que producen”, explica Lara.
“El trabajo es muy poderoso porque muchas mujeres aprenden a escribir por primera vez su propio nombre. Eso les da una identidad, y una vez que una mujer tiene claro quién es, es capaz de poner límites y defenderse de la violencia. Nunca antes había visto la identidad como un privilegio”, continúa. “Sambhali también ofrece refugio a las minorías de género (incluyendo miembros de la comunidad LGBTIQ+) que sufren violencia, junto con ayuda médica, psicológica y judicial”.
Cuando los velos aún no habían caído y todo era enamoramiento, Lara quedó encandilada con varias costumbres, como la que pudo observar cada mañana, cuando a primera hora hasta la persona más seria o de mayor rango bendecía la oficina con un ritual en el que pintaban a cada uno (ella incluida) un punto rojo en la frente llamado bindi.
Los lentes rosas se empañaron un poco cuando la llevaron a comprar un chip para el teléfono. En la compañía telefónica le pidieron un sinfín de documentos y que llenara un formulario escrito donde debía poner: Nombre y Apellido, y Nombre de marido/padre/hermano, en la misma línea.
“Ahí entendí que acá la mujer es identificada por el hombre que la rodea (cosa que después confirmé con la experiencia). Por eso es tan poderoso el trabajo que hace Sambhali al darles una identidad, y no sólo en sentido literal. Las ayudan a procesar sus documentos para que puedan votar”, asegura Lara.
“Los matrimonios siguen siendo casi en su totalidad arreglados (y muchos infantiles, esta es la parte que más me enoja). Las familias se eligen por casta: tiene que ser la misma pero no de la misma rama. En muchos casos, está prohibido que las parejas se conozcan antes del matrimonio. Una vez que las familias estén de acuerdo, van a hablar con un astrólogo para que dé la aprobación final. La dote sigue existiendo, y se dice que mientras más grande es, menos posibilidades hay de que el marido sea violento”.
“Atravesé dos experiencias fuertes puntales: una, en una comunidad desértica de Jaisalmer, donde fuimos a reclutar mujeres que habían abandonado sus estudios para que se apuntaran al centro donde damos escolaridad. En un momento nos reunimos a unos cinco metros de una casa muy humilde, y a nuestros pies, había una anciana acostada en la tierra, sucia y hecha pis, a su lado tenía un vaso de metal y una botella con agua. Estaba casi inmóvil excepto por el leve movimiento que hacía con los dedos, que me confirmaba que estaba viva, aunque en un estado terrible de salud y de depresión profunda. Las mujeres hablaban y reían como si ella no estuviera, los niños jugaban y saltaban a su alrededor como si fuera cualquier obstáculo a esquivar. Esa mujer era la abuela en la casa que se encontraba a pocos metros. Sus hijos la habían echado por falta de espacio”.
“La otra tocó cuando yo, única extranjera, rodeada de más de noventa policías en la comisaría de Jodhpur, fui a hablar en representación de Sambhali, para asegurar el cumplimiento de las leyes de las personas transexuales en la ciudad. La verdad es que el encuentro fue muy positivo, escucharon con atención y muchos tomaron apuntes. Me sorprendí al ver que entre los policías había una mujer transexual”, revela.
“La vida de los hombres homosexuales acá es más dura que la de los transexuales (en mi opinión) muchos hombres gays se ven obligados a escapar de sus casas porque no son aceptados, y terminan encontrando refugio en las casas o `comunidad hijra´, dirigidas por `ammas´ o `gurús´ (que son mujeres transexuales mayores) ellas no los aceptan como hombres y los presionan a someterse a la cirugía de cambio de género (la cual acá es peligrosa). Como no tienen los recursos para sustentar la intervención, quedan en deuda con estas `ammas´ de por vida. Es una forma moderna de esclavitud. En el proyecto Garima de Sambhali damos alojamiento y trabajo a todo el espectro de la comunidad LGBTIQ+, los aceptamos tal cual son”.
Hoy, en la cotidianeidad de Jodhpur, Lara se brinda cada día desde la realidad que la rodea, sin prejuicios, sin miedos, abrazando las luces y las sombras. Allí la contaminación es fuerte, aunque no llega a los extremos de Delhi. Si en Buenos Aires el índice de contaminación es de 82, allí llega a 165: “A partir de 101 es tóxico. Respirar un día en Jodhpur equivale a fumar 4 cigarrillos. En Delhi, ¡equivale a fumar 10!”.
Para Lara, no poder caminar sola resta mucho en su idea de lo que significa tener calidad de vida, donde la libertad y la autonomía son pilares fundamentales. Sin embargo, se siente afortunada porque hasta ahora no atravesó ninguna experiencia grave, a diferencia de algunos amigos, pero ante todo, se siente bendecida por poder ser parte de un propósito capaz de transformar vidas.
“Sin dudas, aprendí a vivir con el corazón abierto”, asegura Lara, quien comparte su experiencia con el deseo de alentar a más argentinos a seguir sus pasos. “Aprendí a sentarme a compartir la comida en el suelo, con las manos, una práctica que me enseñaron que ayuda a sentir la temperatura del alimento y a conectar con la tierra. Al principio me retaban si usaba cubiertos, pero me adapté rápido”.
“¡Aprendí a abrazar! y me doy cuenta de lo mucho que me costaba. Aprendí a, desde un saludo, conectar con el otro. Antes vivía muy separada, muy en `esto es lo mío, eso es lo tuyo´, esta es mi comida, esa es la tuya. Acá, en la hora del almuerzo, todo es de todos. Hoy traje un yogur y la mujer que limpia, sin preguntarme, le agregó azúcar y se comió una cucharada. Después, una chica transexual, con la cuchara llena de curry, se sirvió otra. Y de ese mismo yogur comí yo, con un sabor entre dulce y salado. En otro momento de mi vida quizás no lo hubiera hecho, pero acá esta situación la vivo todos los días”.
“Me di cuenta de que cuando uno dice `conversación a corazón abierto´ se imagina una charla de horas, de dos personas en un sillón, con luces bajas y un café. Pero en realidad se pueden tener conversaciones a corazón abierto en la calle, entre miles de tuk-tuks, vacas, basura y bocinas. Se pueden tener conversaciones a corazón abierto que duran lo que dura un `Namaste´”, concluye con una sonrisa.
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