(Foto: Mario Jasso / Cuartoscuro)(Foto: Mario Jasso / Cuartoscuro)

Límites constitucionales de los estados frente a la federación. (a propósito de las mal llamadas “leyes esposa”)

En los últimos días se ha abierto una discusión pública a partir de reformas constitucionales y legales en materia electoral aprobadas — o en proceso de discusión — en algunas entidades federativas. Estas reformas buscan regular la manera en que debe cumplirse el principio de paridad de género en la postulación a gubernaturas y han adquirido relevancia tanto por su contenido como por las preguntas jurídicas que plantean en relación con el sistema constitucional mexicano. Los casos han sido analizados de manera conjunta por los efectos prácticos que producen y por el tipo de debate que han detonado.

En San Luis Potosí, el Congreso local aprobó en 2025 una reforma constitucional que, mediante un artículo transitorio, establece que en el proceso electoral de 2027 los partidos políticos únicamente podrán registrar mujeres como candidatas a la gubernatura. En Yucatán, por su parte, el Congreso estatal aprobó en 2023 una reforma constitucional que incorporó una regla de alternancia obligatoria en la postulación al Poder Ejecutivo estatal, la cual, dadas las condiciones políticas actuales, conduce en el proceso inmediato siguiente a un resultado idéntico. Estos ejemplos se inscriben en una discusión más amplia sobre cómo deben instrumentarse los principios constitucionales en cargos de elección unipersonal dentro de un Estado federal.

Más allá de las lecturas coyunturales, el debate relevante es de naturaleza estrictamente jurídica. Se trata de un problema clásico del constitucionalismo: la jerarquía de las normas y la distribución de competencias entre el poder constituyente federal y los legisladores locales. La paridad de género es hoy un mandato constitucional indiscutible; sin embargo, el modo en que se le da contenido normativo plantea preguntas fundamentales sobre quién puede decidir, hasta dónde y con qué límites.

La Constitución federal establece la paridad como principio rector del sistema electoral. No obstante, lo hace deliberadamente en términos abiertos, sin imponer una fórmula única ni un mecanismo cerrado de cumplimiento, particularmente en lo que respecta a cargos de elección unipersonal como las gubernaturas. Este diseño responde a una lógica central del federalismo constitucional: el constituyente fija los principios estructurales y las entidades federativas los desarrollan, siempre dentro del marco que esos principios trazan. En otras palabras, la Constitución autoriza el desarrollo normativo, no la redefinición del modelo.

El marco jurídico federal — integrado por la Constitución, la legislación general en materia electoral y los criterios del Instituto Nacional Electoral y del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación — obliga a los partidos políticos a garantizar la paridad en su conjunto, pero les reconoce un margen de autoorganización para definir cómo cumplir con ese mandato. Este margen no es discrecional absoluto, pero sí es real y constitucionalmente protegido. Los partidos son entidades de interés público, pero no son órganos del Estado; su autonomía forma parte del diseño democrático.

En este contexto, las reformas locales recientes plantean una cuestión central: hasta dónde pueden llegar los congresos estatales al desarrollar un principio general sin desbordar sus competencias ni alterar el modelo federal. El derecho constitucional distingue entre desarrollar un principio y sustituirlo. Desarrollar implica concretar un mandato respetando su lógica interna y sus límites; sustituir implica reemplazarlo por una regla distinta que altera el equilibrio federal.

Desde esta perspectiva, el problema que plantean algunas reformas locales no radica en el objetivo que persiguen, sino en el alcance competencial del medio que utilizan. Cuando un congreso estatal no solo orienta el cumplimiento de la paridad, sino que impone un resultado único e invariable, eliminando cualquier margen de decisión partidista y cualquier alternativa normativa, se coloca en una zona de tensión con el modelo federal.

Aquí aparece con particular claridad el tema de la jerarquía de leyes. En un sistema constitucional, ninguna norma local puede colocarse, en los hechos, por encima de la Constitución federal ni vaciar de contenido los principios que esta consagra. El constituyente federal optó por un modelo de paridad que convive con otros principios igualmente protegidos: el derecho a ser votado, la autonomía de los partidos y el federalismo como forma de organización del poder. Una legislación estatal que altera ese equilibrio no está simplemente desarrollando el principio, sino reconfigurando el sistema.

El análisis constitucional contemporáneo no se detiene en la literalidad de las normas, sino que atiende a sus efectos reales. Una regla de alternancia rígida o una exclusividad de género establecida por ley pueden ser formalmente distintas; sin embargo, si producen la exclusión total de un grupo del acceso a una candidatura en un proceso determinado, generan una restricción intensa a derechos fundamentales. La pregunta jurídica no es si esa restricción persigue un fin legítimo, sino si el legislador local tiene competencia para imponerla de esa manera y con ese alcance.

Desde la óptica del constitucionalismo, este es un debate que trasciende con mucho la discusión sobre paridad o género. Está en juego la relación entre el poder constituyente y los poderes constituidos, entre el diseño federal y las decisiones locales, entre los principios constitucionales y las reglas que pretenden concretarlos. Lo que se discute es si los congresos estatales pueden, en nombre de un principio constitucional, alterar el equilibrio que ese mismo principio guarda con otros elementos estructurales del sistema democrático, como la jerarquía normativa, la distribución de competencias y la autonomía de los partidos políticos.

Por ello, este debate adquiere una relevancia adicional hacia adelante. Todo indica que las controversias derivadas de estas reformas podrían convertirse en uno de los primeros casos emblemáticos que conozca la nueva integración de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. No solo por su visibilidad pública, sino porque obligan al tribunal constitucional a pronunciarse sobre cuestiones centrales del orden constitucional mexicano: los límites del legislador local frente al constituyente federal, y la forma en que deben armonizarse los principios constitucionales cuando entran en tensión. En ese sentido, más que una disputa coyuntural, se perfila como un caso definitorio sobre cómo se interpreta y se preserva la arquitectura constitucional de la democracia mexicana en una nueva etapa institucional.

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